miércoles, 2 de julio de 2014

El día a día de Pepeta, la hija de la huerta.

1888. Escena cotidiana y bulliciosa en 
la Plaza del Mercado (Valencia).
Los que compran las verduras al por mayor para revenderlas conocían bien a aquella mujercita que antes del amanecer estaba ya en el Mercado de Valencia, sentada en sus cestos, tirando bajo el delgado y raído mantón, mirando con envidia, de la que no se daba cuenta, a los que bebían una taza de café para combatir el fresco de la mañana, esperando con paciencia de bestia sumisa que le diesen por las verduras el dinero que se había fijado en sus complicados cálculos para mantener a Tòni y llevar la casa adelante.
Después de la venta, otra vez hacia la barraca, corriendo apresurada para salvar una hora de camino.
Entraba de nuevo en funciones para desarrollar una segunda industria: tras las verduras, la leche. Y tirando del ronzal de la rubia vaca, que llevaba pegado al rabo como amoroso satélite el juguetón ternerillo, volvía a la ciudad con la varita bajo el brazo y la medida de estaño para servir a los parroquianos.
La Ròcha, que así llamaban a la vaca por sus rubios pelos, mugía dulcemente, estremeciéndose bajo la gualdrapa de arpillera, herida por el fresco de la mañana, volviendo sus ojos húmedos hacia la barraca que se quedaba atrás con su establo negro, de ambiente pesado, en cuya olorosa paja pensaba con la voluptuosidad del sueño no satisfecho.
Pepeta la arreaba con la vara: se hacía tarde, se quejarían los parroquianos. Y la vaca y el ternerillo trotaban por el centro del camino de Alboraya, hondo, fangoso, surcado de profundas carrileras.
Por los altos ribazos, con un abrazo en la cesta y el otro balanceante, pasaban los interminables cordones de cigarreras e hilanderas de seda, toda la virginidad de la huerta que iba a las fábricas, dejando con el revoloteo de sus faldas una estela de castidad ruda y áspera.
Esparcíase por los campos la bendición de Dios.
Tras los árboles y casas que cerraban el horizonte asomaba el sol como enorme oblea roja, lanzando horizontales agujas de oro que obligan a cubrirse los ojos. Las montañas del fondo y las torres de la ciudad tomaban un tinte sonrosado; las nubecillas que bogaban por el cielo colorábanse como madejas de seda carmesí; las acequias y los charcos del camino parecían poblarse de peces de fuego; sonaba en el interior de las barracas el arrastre de la escoba, el chocar de la loza, todos los ruidos de la limpieza matinal; las mujeres agachábanse en los ribazos, teniendo al lado el cesto de la topa por lavar; saltaban en las sendas los pardos conejos con su sonrisa marrullera, enseñando, al huir, las rosadas posaderas partidas por el rabo de buey y sobre los montones de rubio estiércol, el gallo, rodeado de sus mansas odaliscas, lanzaba un grito de sultán irritado, con el ojo ardiente y rojo de rabia.

IBÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 10-11.

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