viernes, 4 de julio de 2014

Los palacetes valencianos

Palacio de Ripalda (1889-1967), fotografía de 1927
La Valencia desaparecida

Pepeta, insensible a aquel despertar, que presenciaba todos los días, continuaba la marcha, cada vez con más prisa, el estómago vacío, las piernas doloridas y con las pobres ropas interiores impregnadas de un sudor de debilidad propio de su sangre blanca y delgada, que a lo mejor escapábase durante semanas enteras, contraviniendo las reglas de la naturaleza.
La avalancha de gente laboriosa que entraban Valencia llenaba los puentes, Pepeta pasó por entre los obreros de los arrabales que llegaban con el saquito del almuerzo al cuello, se detuvo en el fielato de Consumos para tomar su resguardos   -unas cuantas monedas que todos los días le llegaban al alma-, y se metió por las desiertas calles que animaba al cencerro de la Rócha con monótona melodía bucólica, haciendo soñar a los adormecidos burgueses con verdes prados y escenas idílicas de pastores.
Pepeta tenía sus parroquianos en toda la ciudad. Era su marcha una enrevesada peregrinación por las calles, deteniéndose ante las cerras puertas; un aldabonazo aquí, tres y repique más allá, y siempre, a continuación, el grito estridente yagudo que parecía imposible saliera de su pobre y raso pecho: <<¡La llet!>>. Y jarro en mano bajaba la criada desgreñada, en chancleta y con los ojos hinchados, a recibir la leche, o la vieja portera todavía con la mantilla que se puso para ir a misa.
A las ocho quedaban servidos todos los parroquianos.

BÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 11-12.
1900. Entrada a Valencia desde la calle Sagunto.
Valencia historia grafica
Las puertas de Valencia en la actualidad
La ciudad valenciana. Picasa.


                                                       

miércoles, 2 de julio de 2014

El día a día de Pepeta, la hija de la huerta.

1888. Escena cotidiana y bulliciosa en 
la Plaza del Mercado (Valencia).
Los que compran las verduras al por mayor para revenderlas conocían bien a aquella mujercita que antes del amanecer estaba ya en el Mercado de Valencia, sentada en sus cestos, tirando bajo el delgado y raído mantón, mirando con envidia, de la que no se daba cuenta, a los que bebían una taza de café para combatir el fresco de la mañana, esperando con paciencia de bestia sumisa que le diesen por las verduras el dinero que se había fijado en sus complicados cálculos para mantener a Tòni y llevar la casa adelante.
Después de la venta, otra vez hacia la barraca, corriendo apresurada para salvar una hora de camino.
Entraba de nuevo en funciones para desarrollar una segunda industria: tras las verduras, la leche. Y tirando del ronzal de la rubia vaca, que llevaba pegado al rabo como amoroso satélite el juguetón ternerillo, volvía a la ciudad con la varita bajo el brazo y la medida de estaño para servir a los parroquianos.
La Ròcha, que así llamaban a la vaca por sus rubios pelos, mugía dulcemente, estremeciéndose bajo la gualdrapa de arpillera, herida por el fresco de la mañana, volviendo sus ojos húmedos hacia la barraca que se quedaba atrás con su establo negro, de ambiente pesado, en cuya olorosa paja pensaba con la voluptuosidad del sueño no satisfecho.
Pepeta la arreaba con la vara: se hacía tarde, se quejarían los parroquianos. Y la vaca y el ternerillo trotaban por el centro del camino de Alboraya, hondo, fangoso, surcado de profundas carrileras.
Por los altos ribazos, con un abrazo en la cesta y el otro balanceante, pasaban los interminables cordones de cigarreras e hilanderas de seda, toda la virginidad de la huerta que iba a las fábricas, dejando con el revoloteo de sus faldas una estela de castidad ruda y áspera.
Esparcíase por los campos la bendición de Dios.
Tras los árboles y casas que cerraban el horizonte asomaba el sol como enorme oblea roja, lanzando horizontales agujas de oro que obligan a cubrirse los ojos. Las montañas del fondo y las torres de la ciudad tomaban un tinte sonrosado; las nubecillas que bogaban por el cielo colorábanse como madejas de seda carmesí; las acequias y los charcos del camino parecían poblarse de peces de fuego; sonaba en el interior de las barracas el arrastre de la escoba, el chocar de la loza, todos los ruidos de la limpieza matinal; las mujeres agachábanse en los ribazos, teniendo al lado el cesto de la topa por lavar; saltaban en las sendas los pardos conejos con su sonrisa marrullera, enseñando, al huir, las rosadas posaderas partidas por el rabo de buey y sobre los montones de rubio estiércol, el gallo, rodeado de sus mansas odaliscas, lanzaba un grito de sultán irritado, con el ojo ardiente y rojo de rabia.

IBÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 10-11.

martes, 1 de julio de 2014

Tòni y Pepeta


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Campesinos valencianos (entre S.XVIM - S.XVII).
Facilitado por Denia Moderna
En la barraca de Tòni, conocido en todo el contorno por Pimentó, acababa de entrar su mujer, Pepeta, una animosa criatura de carne blancuzca y flácida en plena juventud, minada por la anemia, y que era sin embargo la hembra mas trabajadora de toda la huerta.
Al amanecer estaba ya de vuelta del Mercado. Levantábase a las tres, cargaba con los cestones de verduras cogidas por Tòni en la noche anterior entre reniegos y votos con una pícara vida en la que tanto se trabaja, y a tientas por los senderos, guiándose en la oscuridad como buena hija de la huerta, marchaba a Valencia, mientras su marido, aquel buen mozo que tan caro le constaba, seguía roncando en el caliente estudi, bien arrebujado en las mantas del camón matrimonial.

IBÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 9-10.