domingo, 29 de junio de 2014

El despertar de sus gentes

Foto de El cabanyal valenciano en 1900. 
La vida, que con la luz inundaba la vega, penetraba en el interior de las barracas y alquerías.
Chirriaban las puertas al abrirse, veíanse bajo los emparrados figuras blancas se desperezaban con las manos tras el cogote mirando el iluminado horizonte; quedaban de par en par los establos, vomitando hacia la ciudad las vacas de leche, los rebaños de cabras, los caballejos de los estercoleros; tras las cortinas de árboles enanos que cubrían los caminos vibraban cencerros y campanillas, y entre el alegre cascabeleo sonaba el enérgico <<¡arre, aca!>> animando a las bestias reacias. 
En las puertas de las barracas saludábanse los que iban hacia la ciudad y los que se quedaban a trabajar los campos.
-¡Bòn día mos done Deu!
-¡Bòn día!
Y tras este saludo, cambiando con toda la gravedad de gente campesina que lleva sus venas sangre moruna y sólo puede hablar de Dios con gente solemne, se hacía el silencio si el que pasaba era un desconocido, y si era íntimo, se le encargaba la compra en Valencia de pequeños objetos para mujer o para casa.
Ya era de día completamente.
El espacio de había limpiado de las tenues neblinas, transpiración nocturna de los húmedos campos y las rumorosas acequias; iba a salir el sol; en los rojizos surcos saltaban las alondras con la alegría de vivir un día más, y los traviesos gorriones, posándose en las ventanas todavía cerradas, picoteaban las maderas, diciendo a los de adentro con su chillido de vagabundos acostumbrados a vivir de gorra: <<¡Arriba, perezosos! ¡A trabajar la tierra, para que comamos nosotros!...>>.

IBÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 8-9.

jueves, 26 de junio de 2014

El amanecer en la vega

Mundo agrícola. Picasa
Desperazábase la inmensa vega bajo el resplandor azulado del amanecer, ancha faja de luz que asomaba por la parte del mar.
Los últimos ruiseñores, cansados de animar con sus trinos aquella noche de otoño que por lo tibio de su ambiente parecía de primavera, lanzaban el gorjeo final como si les hiriera la del alba con sus reflejos de acero. De las techumbres de paja de las barracas salían las bandadas de gorriones como tropel de pilluelos perseguidos, y las copas de los árboles estremecíanse con los primeros jugueteos de aquellos granujas del espacio, que todo lo alborotaban con el roce de su blusa de plumas.
Apagábanse lentamente los rumores que poblaba la noche: el borboteo de las acequias, el murmullo de los cañaverales, los ladridos de los mastines vigilantes.
Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos. Rondaba el canto del gallo de barraca en barraca; los campanarios de los pueblecitos devolvían con ruidosas badajas el toque de misa primera que sonaba a lo lejos, en las torres de Valencia, azules, esfumadas por la distancia, y de los corrales salia un  discordante concierto animal: relinchos de caballos, mugidos de mansas vacas, cloquear de gallinas, balidos de corderos, ronquidos de cerdos; el despertar ruidoso de las bestias, que , al sentir la fresca caricia del amanecer cargada de acre perfume de vegetación, deseaban correr por los campos.
El espacio se empapaba de luz; disolvíanse las sombras como tragadas por los abiertos surcos y las masas de follaje, y en la indecisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes lineas de cañas, los grandes cuadros de hortalizas, semejantes a enormes pañuelos verdes, y la tierra roja cuidadosamente labrada.
En los caminos marcábase filas de puntos negros y móvibles como rosarios de hormigas, que marchaban hacia la ciudad. Por todos los extremos de la vega asomaban chirridos de ruedas, canciones perezosas interrumpidas por el grito arreando las bestias, y de vez en cuando, como sonoro trompetazo de amanecer, rasgaba el espacio un pesado trabajo que caía sobre él apenas nacido el día.
En las acequias conmovíase la tersa lamina de cristal rojizo con sonoros chapuzones que hacían callar a las ranas y ruidoso batir de alas, y como galeras de marfil avanzaban los ánades, moviendo cual fantásticas proas sus cuellos de serpiente.

IBÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 7-8.